miércoles, agosto 08, 2018

Relatos de la Ascendencia - Govorom

La existencia de los Govorom era tranquila, paciente, como lo era el cuidado de su mundo natal. Habían nacido en un planeta cubierto por grandes desiertos, por salinas inertes y por tundras yermas. El hecho de que siguieran con vida pese a aquellas condiciones decía mucho de esta especie; pero más decía de su pueblo la dedicación por transformar su entorno.  
Habían atesorado los pocos recursos que podían encontrar. La flora y la fauna que resistía a las temperaturas extremas y a los suelos que no permitían que nada más creciera fueron el comienzo de un cambio que los Govorom orquestaron con toda la calma de que disponían. Repartieron su gran mundo yermo entre todas las poblaciones, y estas, a su vez, entre sus habitantes. Todo Govorom conocía los límites de su región por puro instinto, y solían vivir separados. Pero la socialización llevaba a que crearan familias, y cuando estas crecían, hacían un nuevo reparto, equitativo. Todos los miembros de la sociedad participaban del gran proyecto planetario.  
La vida Govorom era larga, serena y dedicada. Las nuevas generaciones convivían con las antiguas, aprendían de su labor e incluso la mejoraban. No solo preservaban y expandían la vida tal y como la conocían, ayudaban a que esta se diversificara, acelerando la evolución de muchas especies pese a la, en comparación, lenta dedicación de los Govorom.  
Con el tiempo y el paso de las generaciones, el mundo muerto florecía con nueva vida.  


Las plantas estaban empezando a florecer. Había estado durante dos estaciones ocupándose de las plantas de aquella parcela, pero Dhareie, por fin, veía los frutos de su trabajo. Había sido una labor constante, lenta y meticulosa, cuya recompensa fueron los delicados pétalos azules y amarillos que se abrían ante la Govorom.  
Pasó uno de sus tentáculos de color lila sobre los pétalos de las flores, acariciándolos con extremo cuidado. Los observó con detalle, notó su suavidad y se acercó para disfrutar de su fragancia. Estaban empezando a florecer, pero su perfume ya era embriagador. Había logrado lo que se proponía, e incluso pensó que, con un poco más de dedicación, podía incluso superarse. De momento prefirió disfrutar de aquella victoria.  
Dhaerie alzó un poco su mirada para observar el resto del campo en el que se encontraba. Había pasado una traslación desde que sus progenitores le asignaran aquella región. Había llegado a la edad adulta, había aprendido de ellos todo lo que necesitaba, estaba lista para aquella transformación. Todo este terreno había sido tierra yerma, estéril, y nada podía crecer en ella. Lo que tenía ante ella, sin embargo, era muy diferente: un verdor casi infinito que la llenaba de satisfacción y felicidad.  
Y ahora el verde inundaba la visión de la Govorom, lo que llenaba a Dhaerie de felicidad. Su trabajo había creado este vergel, una estampa de una belleza cautivadora. Casi como si hubieran respondido a su deseo, más y más flores se abrían, mostrando sus colores donde anteriormente solo había piedras y suelo seco. Esta era la superación que quería, y había llegado muchísimo antes de lo que pensaba.  
Pero algo hizo que dejase de prestar atención al idílico lugar. Era un rugido que sonaba en la lejanía, aunque sonaba como si estuviera justo al lado. El suelo retumbó, algunas flores se mecieron suavemente, otras estaban a punto de perder sus recién estrenados pétalos, pero todas aguantaron el temblor que había sacudido el terreno. Dhaerie se giró hacia donde venía aquel ruido y alzó la mirada.  
Una estela de humo ascendía hasta perderse en el cielo. Podía ver un punto brillante rematando la estela. Estuvo varios minutos observando hasta que desapareció.  
Había oído hablar de aquello: varios Govorom, muchos de su misma generación, habían comenzado un nuevo periplo. Muchos de sus congéneres sabían que existían otros mundos más allá del suelo, y alguien debía estar allí para «curarlos». Los Govorom se sentían responsables, sentían que era su obligación viajar lejos de su mundo natal y buscar otros lugares yermos a los que dar vida. ¿Cómo podían ellos, tan dedicados a hacer florecer donde nada crecía, quedarse parados ante un Universo inerte?  
Recordó a otros Govorom, a los que había conocido, aunque su vida solía ser más bien solitaria, en sus propios terrenos. Algunos habían dejado a un lado sus labores para embarcarse en los grandes proyectos que crearon las naves que les permitían surcar el espacio, como aquella que acababa de despegar y perderse más allá de la atmósfera. La ciencia más allá de sus cultivos y la revitalización del suelo les había sido ajena, y muchas traslaciones habían pasado hasta que la primera nave saliera en busca de nuevos mundos que sanar. Había sido un gran esfuerzo, y las generaciones más ancianas eran escépticas, pensando que aquellos mundos no debían ser cosa de los Govorom; sin embargo, no consiguieron hacer desistir a los más jóvenes.  
Dhaerie se sentó sobre la verde hierba. Sus ojos pequeños y negros, ocultos entre pliegues y tentáculos, aún seguían con la mirada fija en el punto donde había desaparecido la nave, en su viaje por un mar de estrellas y planetas desconocidos en su mayoría para su especie. Aún no habían recibido noticias de las primeras expediciones. ¿Habrían encontrado algo más que mundos yermos? ¿Se habrían puesto en contacto con seres de más allá de su planeta? ¿Serían amigos o no?  
Tal vez contagiada por el entusiasmo de sus compañeros, Dhaerie deseaba estar allá fuera algún día, haciendo sentir vivos todos esos otros mundos. Pensó también en su progenie, ahora aprendiendo con la que había elegido como su pareja a cuidar de sus nuevos terrenos cuando alcanzaran la edad adecuada. Tal vez ella, por mucho que lo deseara, no llegaría a esos mundos, pero sí su prole. Estaba segura de que su linaje estaría allá, ayudando a hacer del Universo un lugar más vivo. Y que enseñarían a los nativos de aquellos lugares a cuidar del regalo que se les había otorgado, a vivir en armonía con la naturaleza.  
Las flores seguían abriéndose a su alrededor y Dhaerie se levantó al fin, tras tanto divagar. Tenía que seguir trabajando. Volvió a pensar que sí, había creado su pequeño paraíso, pero si quería llegar más lejos, si quería que ella o cualquiera de los suyos surcara la galaxia, debía superarse y transmitir esa superación a sus descendientes.  

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