La familia de hexápodos se acercó al borde del acantilado. Como todas las noches, las luces que parecían salir del mar cobraban mayor intensidad que durante el día. Antes había más familias, e incluso clanes enteros, observando el espectáculo de luces, tanto diurno como nocturno; pero con el tiempo fueron abandonando, aburridos de ver siempre lo mismo. Solo aquella familia siguió cumpliendo con su particular ritual.
No sabían qué era con certeza lo que había debajo de la superficie del océano. Pensaban que serían los espíritus de su mundo, velando desde las profundidades por el bienestar de las criaturas de la superficie como ellas. Era la creencia más extendida en su momento, hasta que sus congéneres dejaron de venir a ver las luces. Solo esta familia mantenía aquella fe.
Y aquella noche las cosas cambiarían. Mientras observaban con fascinación las luces, una de las crías se fijó en algo saliendo del agua. Avisó al resto de la familia, quienes no tardaron en fijarse en aquel punto concreto. Lo que vieron les produjo una mezcla de emoción y horror.
Era una gran esfera cristalina en la que se proyectaba y reflejaba la luz de las profundidades, haciendo que los haces salieran incluso con más claridad del agua. A esa esfera se unió otra, y luego una más. La familia empezó a retroceder, asombrada pero también temerosa, por si incurrían en la ira de los espíritus, pues, al verlos, pensaron que aquellos cristales eran sus protectores. Escondidos, siguieron observando, hasta que las esferas se sumergieron.
Aquello que habían avistado había sido maravilloso e increíble, pero sabían que, si lo contaban al resto, no les creerían. Aunque ya daba igual: habían visto a sus dioses, sabían de dónde procedían las misteriosas luces del mar, y eso era más de lo que podían pedir.