lunes, julio 30, 2018

Relatos de la Ascendencia - Chronomyst

La familia de hexápodos se acercó al borde del acantilado. Como todas las noches, las luces que parecían salir del mar cobraban mayor intensidad que durante el día. Antes había más familias, e incluso clanes enteros, observando el espectáculo de luces, tanto diurno como nocturno; pero con el tiempo fueron abandonando, aburridos de ver siempre lo mismo. Solo aquella familia siguió cumpliendo con su particular ritual.  
No sabían qué era con certeza lo que había debajo de la superficie del océano. Pensaban que serían los espíritus de su mundo, velando desde las profundidades por el bienestar de las criaturas de la superficie como ellas. Era la creencia más extendida en su momento, hasta que sus congéneres dejaron de venir a ver las luces. Solo esta familia mantenía aquella fe.  
Y aquella noche las cosas cambiarían. Mientras observaban con fascinación las luces, una de las crías se fijó en algo saliendo del agua. Avisó al resto de la familia, quienes no tardaron en fijarse en aquel punto concreto. Lo que vieron les produjo una mezcla de emoción y horror.  
Era una gran esfera cristalina en la que se proyectaba y reflejaba la luz de las profundidades, haciendo que los haces salieran incluso con más claridad del agua. A esa esfera se unió otra, y luego una más. La familia empezó a retroceder, asombrada pero también temerosa, por si incurrían en la ira de los espíritus, pues, al verlos, pensaron que aquellos cristales eran sus protectores. Escondidos, siguieron observando, hasta que las esferas se sumergieron.  
Aquello que habían avistado había sido maravilloso e increíble, pero sabían que, si lo contaban al resto, no les creerían. Aunque ya daba igual: habían visto a sus dioses, sabían de dónde procedían las misteriosas luces del mar, y eso era más de lo que podían pedir. 

A medida que los Chronomyst descendían de vuelta a las profundidades, podían sentir de nuevo aquella calidez. La luz que irrumpía en la oscuridad oceánica era más intensa según bajaban, y llegaron a las primeras estructuras de cristal luminoso, que crecían de la misma roca, fría y oscura en contraste.  
Había otros Chronomyst, subiendo y bajando impulsados por sus largos tentáculos unidos a sus cuerpos cristalinos. Algunos de los que descendían se unieron al primer grupo. Todos sabían a dónde se dirigían, y cuantos más se reunían en su viaje de vuelta, mayor era la intensidad de la luz que refractaban y reflejaban, según dónde incidiera en sus cuerpos. Para los Chronomyst, esto era lo habitual; para algún espectador externo, como aquellas criaturas hexápodas de la superficie seca, esto sería algo increíble.  
Más y más de aquellas estructuras similares al cuarzo salían de la roca, amontonándose, creciendo en tamaño y en luminosidad. Estaban llegando a la mayor de las ciudades de los Chronomyst, al mayor homenaje que aquellos seres habían rendido a su divinidad, Chronos, con la que estaban casi siempre en comunión.  
El espectáculo de luces se hacía más intenso al tiempo que se iban adentrando en sus calles de cristal y piedra. Y, a medida que se acercaban más al centro, aquellos Chronomyst volvían a sentir la quietud y la solemnidad de su hogar. La misma luz de la ciudad los volvía más perceptivos de sus alrededores, y sus pensamientos eran más rápidos, procesando todos sus recuerdos y los de sus congéneres casi a la misma velocidad de la luz.  
La luz. La luz era, para los Chronomyst, la misma esencia de su vida, el conocimiento del yo interior, y el vínculo con Chronos. Y era también la forma en que aquellos seres se comunicaban: la luz llevaba toda la información que necesitaban enviar, y el resto solo tenía que atraparla en sus cristales y asimilarla.  

Siguieron nadando hasta que llegaron a su destino. El centro de la ciudad estaba inundado por una enrevesada danza de rayos de luz, de colores diferentes.  
Era El Cónclave, una maravilla que, seguramente, no tuviera igual en todo el Universo. A su alrededor, miles y miles de Chronomyst flotaban, reflejando la luz en dirección a otros de su especie, en un juego luminoso tan maravilloso como sobrecogedor.  
Nadie sabía cuándo ni cómo había empezado El Cónclave. Solo estaba la certeza de que llevaba ahí innumerables generaciones, y que siempre había Chronomyst en aquel lugar. El Cónclave nunca terminaría mientras hubiera al menos uno de esos seres presente, y nunca había sido interrumpido. Con el paso de los siglos, se había convertido en la fuente de todo conocimiento Chronomyst. Si la luz era la forma en que los Chronomyst transmitían su sabiduría, El Cónclave la potenciaba y almacenaba a un nivel que estaba muy por encima de lo que podía albergar un simple individuo.  
El grupo que había llegado desde la superficie se unió a este baile de colores. Uno de los Chronomyst se separó del resto del grupo, y dejó que la luz del Cónclave le diera de lleno. Su mente y las de sus compañeros se unieron a las de los miles de Chronomyst allí reunidos. No solo recibieron las enseñanzas pasadas y presentes; también transmitieron lo que ellos mismos sabían.  
Y allí estaban, en las mentes de todos los Chronomyst. Los puntos de luz que habían observado en el cielo, lejos de las profundidades, incluso más allá de la superficie seca. Aquellos Chronomyst habían visto la débil luz de los puntos durante bastante tiempo, y esta era la razón por la que se habían vuelto tan curiosos. Y todo pese a que el suyo era un pueblo aislado, ajeno a lo que hubiera más allá de sus ciudades de cristal, seguras y silenciosas.  
Estos no fueron los únicos en aportar aquella información. Muchos otros Chronomyst también traían imágenes de las esferas luminosas del cielo. Pero había más.  
Varios Chronomyst habían llegado más allá de la curiosidad de estos primeros grupos. Traían visiones muy diferentes. Sus cuerpos y sus mentes habían entrado en tal armonía con Chronos que obtuvieron un conocimiento muy por encima de la superficialidad de sus compañeros. Los puntos luminosos se llamaban estrellas, varias estaban orbitadas por cuerpos de roca o gas llamados planetas. Y, en varios de esos mundos, había vida en sus millones de formas. Era un conocimiento que trascendía el espacio y el tiempo.  
¿Era esto lo que había más allá de su ciudad de luz, cristal y roca, más allá de su océano, y su mundo? Otros mundos. Y otros seres.  
Los Chronomyst que habían subido a ver las estrellas del firmamento quedaron impresionados. No era una simple curiosidad lo que sentían. La luz tenue que les llegaba desde las alturas, pese a encontrarse lejos del Cónclave, les había influenciado, llevando a confirmar que más allá de su mundo de agua y luz había mucho más. Al acercarse al gran centro de luz, confirmaron aquello. Y todo tenía un sentido más profundo, la necesidad de un conocimiento que no se encontraba en El Cónclave, ni en ningún otro lugar de su planeta.  
Hubo varios que se mostraron desconfiados al principio con aquellas visiones. La luz recorrió los cuerpos de todos, creyentes y escépticos, aportando más información y tiempo para la reflexión. En los segundos que tardó en llegar y asimilar la información en sus cerebros de cristal orgánico, fueron cada vez más los que estaban a favor de saber qué habría más allá.  
Y tenían las herramientas. Aquellos que tuvieron las visiones mostraron que sería posible abandonar su mundo con estructuras, creadas con el cristal y la roca que los rodeaba. Estructuras que podrían viajar lejos de este planeta, y en ellas seguirían en comunión con Chronos, permitiendo doblegar la realidad para viajar tan veloces como la luz que los alimentaba e instruía.  
Estaba claro como su propio cristal: estos sueños eran una señal del mismísimo Chronos. Ellos eran sus elegidos para conquistar todo el espacio y todo el tiempo, más allá de su búsqueda interior, y así llegar hasta aquellas estrellas, hasta su luz. Y de esa luz extraerían un nuevo conocimiento, y un crecimiento interior jamás imaginado.  
Así era la Voluntad de Chronos.  

No hay comentarios: