lunes, julio 23, 2018

Relatos de la Ascendencia - Baliflids

La galaxia estaba llena de toda clase de criaturas, unas dóciles, otras hostiles. En aquel pequeño mundo, orbitando aquella pequeña estrella, se encontraba uno de los depredadores más grandes y peligrosos jamás catalogados por la Xenobiología.  
Los nativos del planeta, los Baliflids, las llamaban bestias Strak. No era un nombre con un significado profundo bajo su sencillez: era solo un nombre para dejar claro que era una «mala bestia». Strak. Sonaba amenazador, sonaba a cómo debía ser un monstruo. Strak. La definición de un ser gigantesco, cuadrúpedo, cubierto de duras escamas pardas y gruesas cerdas negras, con colmillos tan afilados que podían destrozar rocas, y ojos rojos permanentemente furiosos. Stark. Incluso se podía paladear aquel nombre cada vez que se pronunciaba. Strak.  
Aun siendo conscientes de lo peligrosos que eran estos depredadores, los Baliflids no eran un pueblo que temieran a criaturas como estas. De hecho, no temían nada. Era un don que tenían y aprovechaban. Nada les daba miedo, todo les parecía un juego, y conseguían que los demás jugasen con sus normas.  
Y eso era, precisamente, lo que pasaba con la pequeña Baliflid que había estado jugando fuera de los límites de la ciudad. Una criatura peluda, de apenas medio metro de alto, jugueteando con una pelota hasta que se convirtió en el objetivo de una bestia Strak. La niña cogió su pelota y se la enseñó al depredador. Este comenzó a avanzar, cada vez con pasos más rápidos, hacia la pequeña, que permanecía impasible, con la pelota entre sus manitas.  
Y, cuando estaba a unos metros escasos, la bestia Strak se detuvo.  
El enorme monstruo observaba incrédulo cómo la pequeña Baliflid le sonreía, alzando su pelota frente a ella. Cualquier otra criatura trataría de huir o enfrentarse a la más desagradable de las muertes. Pero la niña que tenía enfrente, sin embargo, ni tan siquiera hacía el ademán de moverse, más allá de enseñarle el objeto esférico y decirle algo, con aquella voz chillona y alegre. La bestia Strak seguía mirando, sin saber cuál sería su siguiente acción. Algo en aquella pequeña y peluda criatura le impedía proseguir con su caza, algo le decía que aquella niña estaba tranquila, relajada, y comprendía que lo mejor era eso, relajarse. ¿A qué tanta ira contra un ser diminuto y agradable? Podía ser una bestia Strak enorme y agradable. Y lo que debía ser una sonrisa se dibujaba en su rostro reptiliano.  
Lentamente, el depredador empezó a retroceder, sus ojos aún fijos en los de la pequeña Baliflid. La bestia Strak se movió con grandes y pesados pasos lejos de la pequeña criatura. La niña alzó una mano para despedirse del monstruo.  
Se decía que los Baliflids eran émpatas, muy inteligentes y perceptivos, capaces de alterar el estado de ánimo de otros. Aquella había sido solo una pequeña demostración de lo que, para estos roedores de tres lenguas, era lo habitual. Habitual y divertido.  
—¡Samy! —gritó una voz, algo más grave.  
La pequeña Baliflid se giró para ver a otro de su especie, que la doblaba en altura. El mayor de los dos había dejado un vehículo aparcado a unos pocos metros, y se veían muchas piedras sobresaliendo de lo que era el compartimento de carga.  
—Cariñito, te has alejado de la excavación.  
La chiquilla corrió hacia él, y le empezó a contar su encuentro con la bestia Strak, y lo divertido que había sido. El Baliflid adulto acarició la cabeza de la más pequeña.  
—Yo de pequeño también jugaba mucho con los depredadores, hija, pero ahora papá está ocupado haciendo cosas importantes. A ver si tengo un hueco y jugamos con las bestias Strak juntos, ¿vale?  
—¡Pero yo quiero jugar más, papi!  
—Claro, cielito, pero después. Además, tenemos que darnos prisa, o nos perderemos al Viejo Cuentacuentos.  
—¡Ay, sí, quiero ir a escuchar al Abuelo!  
—¡Pues está decidido!  
Cargando sobre sus hombros con la pequeña Samy, el Baliflid llegó al vehículo, la dejó suavemente en el asiento del copiloto, y se puso en marcha. A lo lejos, a unos pocos kilómetros, se vislumbraba el lugar al que se dirigían: la ciudad conocida como Gran Plaza.  

El Viejo Cuentacuentos, en realidad, no era el abuelo genético de nadie. El anciano era el líder no solo de Gran Plaza, sino de toda la especie Baliflid. Si no vivía en la capital, Ciudad Central, era porque no le gustaba el ruido ni el olor de aquel sitio, y porque su enorme auditorio no podía compararse con la humilde plazoleta donde solía reunir a los suyos. Porque, pese a su título, siempre tenía un trato cercano, le encantaba hablar y, sobre todo, contar historias, así que que era normal que muchos Baliflids jóvenes le llamaran Abuelo.  
Nadie sabía cuántos años tenía, ni cuál era su verdadero nombre. El Viejo Cuentacuentos había sobrepasado hacía mucho la esperanza de vida típica de un Baliflid. Era el último de su generación, y aún tenía energía para seguir dando guerra y contar más relatos.  

Habían pasado cinco semanas desde que el Viejo Cuentacuentos hablara de sus sueños sobre la conquista del espacio. Los jóvenes inexpertos y los ricachones escépticos lo trataban como a un chiflado antes de que el bastón del venerable anciano cayera sobre los cráneos incrédulos. Los chichones eran un recordatorio de quién mandaba allí.  
Pero esos eran los menos: la mayoría estaba fascinada con aquel relato optimista, bonito; algunos, incluso, pensaban que podría llegar a ser una realidad. Especialmente los científicos.  
Los Baliflids podían ser un pueblo despreocupado, pero cuando uno se dedicaba a la ciencia, sabía que esta no se hacía sola. Las divertidas y aleccionadoras historias del Viejo Cuentacuentos habían llevado a los científicos de esta especie a encontrar, entre juegos y adivinanzas, grandes progresos y logros. Todo empezaba en Gran Plaza, pero lo importante era cuando llegaba a la capital, a Ciudad Central. Si un avance científico llegaba al centro de la vida Baliflid, es que valía la pena. Y los discursos que se daban eran tan sesudos como graciosos.  
Y todo se lo debían a aquel anciano contador de historias.  

—¡Eh, Mikarus, te he guardado sitio!  
Mikarus y su hija se acercaron a donde la Baliflid les había señalado. Le había costado aparcar el vehículo y había estado charlando con un guardia de tráfico sobre el tiempo, y encima la plazoleta estaba hasta los topes. Menos mal que Kika había estado esperándoles.  
—Pensé que no llegábamos.  
—Tenemos tiempo, creo que el Abuelo aún está descansando —comentaba su compañera—. Lleva unas semanas en las que no para, pero vendrá. Estoy segura. Eso o que me devuelvan el dinero.  
—Pero no se paga para ver al Abuelo, tita Kika —dijo la pequeña Samy.  
Los tres rieron. No les quedaba otra que esperar, así que Samy se fue con su pelota a buscar a otros niños con los que jugar, hasta que llegara el anciano líder. Mikarus y Kika aprovecharon para hablar de cosas… serias. Los Baliflids aún no estaban acostumbrados al concepto de la seriedad, y se notaba. Siempre lo decían todo con una amplia sonrisa.  
—En mi departamento ya se han puesto las pilas gracias al diario de Tonklin —empezó a decir Kika—. Creo que ese tipo era de la quinta del Viejo Cuentacuentos.  
—También pensaba en viajar al espacio, ¿no? —preguntó Mikarus, y vio que Kika asentía—. ¿Te has preguntado alguna vez por qué dejamos de pensar en el espacio?  
—Porque es frío, aburrido y cuenta chistes malos.  
—Y ahora vamos para allá. Seguramente haya mejorado su repertorio. 
Los dos se rieron de nuevo, y Kika continuó:
—No sé si te has enterado, pero el Ham-02 volvió ayer. Recorrió medio sistema antes de regresar. Ya podemos hacer viajes de ida y vuelta entre nuestros planetas.  
—¡Oh, mola! ¿Eso se consiguió con el diario de Tonklin?  
—Sí, con el nuevo y flamante Motor Tonklin. Ya te dije que nos estamos poniendo las pilas. Y ha ido bien, no como lo del Ham-01 y aquella piscina… ni como el Motor Tonklin beta, que aún hay científicos esperando a ver si les crece otra vez el pelo… o como el motor alfa y sus volatilizaciones…  
—Volatilizar… Jeje… ¿Te imaginas la cara que se le quedaría a una bestia Strak tras volatilizarla?  
—¿Qué cara? —Y volvieron a reír, antes de que Kika volviera a interrumpir —: Oye, ¿tú hoy no estabas en una excavación?  
—Sí, es que hay bastantes fósiles que quitar antes de instalar nuestro nuevo centro de entrenamiento colonial —explicó Mikarus—. Aparte, a los antropólogos les encantan los fósiles. Y pagan bien.  
—¿Entrenamiento colonial?  
—Sí, después de ver que un Baliflid no sobrevive sin respirar ni en el vacío, se pensó que lo mismo necesitamos probar a qué cosas sí podemos sobrevivir, y cómo sobrevivir a lo que no podemos sobrevivir.  
—Interesante… ¿En serio no se puede vivir sin respirar?  
—¿Has intentado no respirar?  
—¡Sí, y es horrible, porque te ahogas! Oh… Ooooooh, ya lo pillo…  
Y volvieron a reírse. Pero esta vez alguien se unió a las risas, más porque había escuchado las suyas que porque hubiera entendido el chiste. Era la pequeña Samy, de vuelta con su pelota.  
—¡Papi, tita Kika, que ya empieza!  
Y así era. Habían estado tan ensimismados que no se habían fijado en que la gente a su alrededor se revolvía y cuchicheaba. En el centro de la plazoleta se encontraba, al fin, el Viejo Cuentacuentos.  
El anciano Baliflid vio cómo los más rezagados ocupaban sus sitios. Se aclaró su vieja garganta, tosió un par de veces. Estos eran los signos que utilizaba para que la gran masa de Baliflids allí reunida empezara a callarse. Se había acabado la hora de dar brincos y juguetear.  
Y entonces, con su voz cascada y casi milenaria, el Viejo Cuentacuentos comenzó a narrar una nueva historia…  

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