miércoles, julio 25, 2018

Relatos de la Ascendencia - Capelons

La presa había caído fácilmente. El depredador se alzó sobre el cuerpo aún sangrante de su víctima, y en su boca se mostraba el burdo intento de una sonrisa. La pesada zarpa se posó sobre la presa, asegurándola contra el suelo. Se deleitaba viendo cómo aquel animal, indefenso y moribundo, se revolvía, cada vez menos con menos fuerza, hasta quedar completamente inmóvil, con su mirada vacía clavada en la criatura que le había dado muerte.  
Triunfante, la bestia bajó la enorme cabeza escamosa, abriendo sus fauces para dar el primer bocado.  
Entonces sintió un ligero golpe en la parte derecha de su cabeza.  
El depredador se giró, resoplando, y buscando con la mirada lo que le había golpeado. Había sido un ligero toque, pero lo suficiente para interrumpir a la gran bestia en su festín. Gruñó para advertir a lo que fuera que no volviese a hacerlo. No sería la primera vez que un depredador rival intentase quitarle su trofeo, ni el primer competidor incauto que acabara convirtiéndose en comida.  
Sintió otro golpe en su cabeza, viniendo ahora de la izquierda. Y en cuanto se giró, recibió otro a la derecha. Se volvía violentamente mientras la sucesión de pequeños golpecitos proseguía. Estaban jugando con la bestia, y no podía ver nada. El olfato del depredador le decía que había algo, y, sin embargo, el resto de sus sentidos decían que no.  
Harto de tanto mareo, lanzó una dentellada al aire, pero no mordió más que eso, aire. Podía olerlo, aunque no pudiera verlo, pero fuera lo que fuese, siempre conseguía estar un paso adelante. Daba vueltas sobre sí mismo, olfateando, gruñendo, dando mordiscos sin éxito.  
Y llegó el momento en que incluso el olor había desaparecido. Lo siguió hasta unas rocas cercanas, pero no había nada allí. Confuso, mareado, sin saber qué estaba haciendo, el depredador se alejó, de vuelta a donde dejó la presa que había abatido hacía unos instantes…  
… Solo para descubrir que esta había desaparecido. Únicamente quedaba el charco de sangre fresca, y nada más. Deberían haber arrastrado aquel cuerpo, dejando un reguero de sangre fácil de localizar. Sin embargo, ahí no había nada, ninguna indicación de a dónde podía haber ido el ladrón, solo el charco.  
Desesperado, el gran depredador rugió, lleno de ira.  

La presa flotaba en el aire, a muchos metros del depredador frustrado. Cualquier gota de sangre que cayera, desaparecía de repente. Simplemente, sin más.  
El truco quedó revelado cuando el camuflaje comenzó a disiparse. Dos enormes masas de fibras deshilachadas, constantemente cambiando de forma, y de tonalidades amarillas, verdes y pardas, cargaban con la presa. Estaban cubiertas en su sangre, pero si con aquello bastaba para evitar que el depredador las siguiera, valía la pena la suciedad. Se encontraban lo bastante lejos para que ni siquiera aquella bestia de olfato refinado pudiera localizar a los ladrones.  
Las criaturas establecieron un diálogo. No parecían conformes con hacer aquello. Eran también depredadores, no carroñeros aprovechados. Podían engañar a rivales como aquellos para anticiparse y reclamar su comida, pero alimentarse de los restos de los demás era, para una de las masas de fibras, caer muy bajo; para la otra, una forma de supervivencia a la que se tenían que resignar por mucho que la detestara también.  
Antaño, los Capelons habían sido los mayores depredadores de este mundo, gracias tanto a su astucia como a su camuflaje, que los volvía completamente invisibles. Tenían siempre la ventaja, y eso había conseguido que el número de los Capelons aumentara, pero no así el de sus presas.  
El desequilibrio de su ecosistema había quedado evidente, y muchos depredadores se volvieron unos contra otros, alterando la cadena trófica. Los Capelons, ocultos, observaban cómo otros, a los que siempre habían considerado inferiores pese a su ferocidad, se mataban entre sí. Habían incluso considerado convertir a varios de esos depredadores en nuevas fuentes de alimento, pese a las reticencias de los más ancianos en los clanes Capelons y al hecho de que la mayoría fuesen venenosos para ellos. De todas maneras, con la escasez de presas, ya daba igual: todos acabarían muriendo de hambre, tarde o temprano.  
Ahora, gran parte de los Capelons, como aquellos dos, se había rebajado a ser unos oportunistas. Con una presa como aquella, sus familias tendrían comida para varios ciclos, pero pronto habría que salir de nuevo en busca de comida. Ya no era una caza en la que usar su camuflaje para llegar a su objetivo antes que los demás, era un espectáculo para ver a qué rival podían ridiculizar y robarle su pieza. Muchos clanes Capelons pensaban que sus ancestros, allá en las Grandes Cacerías más allá de la vida, estarían avergonzados.  
Pero no había más terrenos de caza. Todos habían sido explorados y explotados. ¿Cómo podían recuperar su prestigio y evitar morir de hambre?  
Se oyó una gran explosión a lo lejos. Ambos Capelons se sorprendieron tanto que casi tiraban su presa. Sus fibras se revolvían, aún asustadas, cuando vieron el humo y las llamas. Otros habrían huido de allí, el humo y el fuego siempre indicaban un peligro a evitar; aquellos dos Capelons, sin embargo, sentían curiosidad. Así que flotaron, aún con su premio encima, al lugar de donde había surgido el estallido.  

No tardaron mucho en llegar, y lo que allí encontraron fue algo que jamás habían visto en sus vidas, y eso que habían visto de todo en su mundo. Aquella estructura de tonalidades pardas era gigantesca, solo menor que las montañas al fondo. De vez en cuando, una chispa saltaba de ella, avivando las llamas que la recorrían. Algunos trozos se desprendían, golpeando el suelo con gran fuerza y un sonido metálico.  
Nunca habían visto aquello, y estaban seguros de que no estaba allí hacía unas horas. Ya habían explorado la zona antes de encontrarse al depredador y su presa, así que esa estructura, el origen de la explosión, había llegado mucho después. Pero ¿de dónde? ¿Y cómo?  
Aún distraídos por la magnitud del objeto y su destrucción, vieron algo más. Era una figura que intentaba alzarse de entre las llamas. Tenía seis patas, cuatro de las cuales le servían para sostenerse en pie, e iba cubierta con telas que se deshacían con el fuego. Se lanzó al suelo y comenzó a rodar. Las llamas acabaron apagándose, pero no había sido suficiente. El desconocido trataba de erguirse de nuevo, solo para caer, con el cuerpo maltrecho y lleno de terribles quemaduras.  
Los dos Capelons, curiosos pero cautelosos, dejaron a su presa en el suelo y comenzaron a flotar hacia el extraño ser. Observaban que respiraba, con gran dificultad, a la vez que volvía a intentar a ponerse en pie, una y otra vez. No le quedaba mucho tiempo, lo sabía, y los Capelons lo veían en sus ojos saltones y aterrorizados ante la certidumbre del fin.  
Con los dos curiosos cada vez más cerca, el extraño comenzó a emitir una serie de sonidos que los Capelons identificaron con alguna especie de idioma imposible de descifrar. Golpeó el suelo con una mano despellejada, dándose cuenta de que era inútil establecer comunicación verbal con los Capelons, y eso sí que lo entendieron los nativos. Eso y la certeza de su muerte eran lo único que habían comprendido.  
Los Capelons se miraron entre ellos y luego al ser, que mascullaba, pero era consciente de que su gesto sí lo habían reconocido. Con una mano, señalaba el cielo. Los dos depredadores miraron hacia arriba y luego de vuelta a la criatura, quien describió un arco con su dedo desde el cielo hasta donde estaba la gran estructura maltrecha. ¿Les estaba diciendo que había llegado desde el cielo?  
Podrían haberle preguntado eso, pero habría sido inútil, aun con signos. Además, el extraño ya se había resignado y cerró los ojos. Un largo tentáculo fibroso tocó el cuerpo, solo para confirmar que, efectivamente, había muerto.  
Era una criatura fascinante, y había dejado de existir.  
¿Les había dicho que venía del cielo? ¿Que había viajado en aquella estructura? Pero en el cielo no había nada, pensaron los Capelons. Solo la gran bola de fuego, las nubes… y, al terminar cada ciclo, los puntos luminosos y las grandes piedras blancas. ¿Vendría de alguno de esos lugares? ¿Era realmente posible?  
El Capelon que había comprobado la muerte de la criatura volvió a toquetear el cuerpo. Notaba algo diferente al tacto inicial, algo que hizo que sus nervios se excitaran. Varios tentáculos salieron de la masa amorfa, palpando y dejando que los jugos cubrieran una pequeña parte del cadáver. Su compañero revoloteó, nervioso, sabiendo qué era lo que estaba haciendo: no podía intentar comerse aquello, no era solo por respeto al muerto, sino también porque no sabían cómo reaccionaría su tracto digestivo.  
Pero ignoró sus quejas. Porque tomó parte de la carne deshecha, la probó y los tentáculos la absorbieron. No había pasado nada, e incluso admitió que estaba delicioso.  
No había síntomas de envenenamiento, lo habrían visto con claridad: si un Capelon comía algo en mal estado o venenoso, su estructura fibrosa acababa perdiendo fuerza y se desintegraba en trozos de carne inerte. Y aquello no estaba ocurriendo.  
Se miraron el uno al otro, luego a la presa que habían conseguido en primer lugar… y finalmente al cuerpo sin vida del extraño. Desde luego, la diferencia entre el sabor conocido, pero aburrido, y aquella nueva y deliciosa ambrosía era evidente. Supusieron que habría más dentro de la estructura ardiente, aunque seguramente el fuego los haría incomestibles, estarían demasiado quemados.  
Pensaron de nuevo en lo que les transmitió el extraño antes de morir. Si lo habían interpretado bien, había llegado desde el cielo. ¿Y si el cielo era la respuesta? ¿Caerían más como aquel? No, no podían esperar a que el cielo les diera más comida como aquella. No les gustaba ser oportunistas, y esta era su oportunidad de cambiar.  
Debían comunicárselo al Cazador Líder de su tribu. Sabría lo que habría que hacer. Pero ambos Capelons, cargando con su primera presa y con su descubrimiento, empezaban a imaginar qué sería de los Capelons si consiguieran llegar al cielo, si consiguieran alcanzar nuevos terrenos de caza. Podrían volver a ser depredadores, dejarían la carroña, recuperarían su gloria pasada, e incluso podrían hacer frente a nuevos rivales a los que humillar y vencer.  
Si aquel ser y los suyos podían surcar el cielo, ellos también lo harían. Seguramente otras tribus rechazarían la idea, dirían que aquello era una locura. Si la suya era la primera tribu en viajar lejos de aquella tierra moribunda y beneficiarse de ello, que así fuera. Ya se unirían otros más tarde cuando vieran su éxito, y que los incrédulos y cabezotas se quedasen con su mundo estéril y murieran con él. El progreso era inevitable para sobrevivir, por mucho que otros lo negasen. 

Llevó muchos, muchísimos ciclos antes de que la primera barcaza consiguiera despegar. Pero el primer paso ya lo habían dado.  
Pronto, las estrellas conocerían a los cazadores supremos, a los Capelons.  

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